Estas violetas, son más que violetas. Son violetas del alma. Ellas son testimonio vivo en nuestras vidas. Hablo en plural. Lo he escrito antes: «no hay yo sin nosotros». Estas violetas son como aquellas pequeñas cosas homenajeadas por Serrat. Dicen mucho sin decir. Sólo estando ahí, donde saben que están. Cada uno las lleva en sus adentros. Yo decidí devol-verle a Alma, mi amiga, novia, esposa, compañera y más, las que hice mías. Empero, como todas las cosas que trascienden, estas violetas tienen su historia.
Quince años atrás, en la ceremonia de presentación de graduandos del Departamento de Fisiatría de Amherst State University, nuestra familia celebró gozosa el logro de nuestro Manuel David: su Licenciatura en Fisiatría. Fue el primero de sus títulos académicos. En nuestra mesa, como en las otras, había un bello adorno caracterizado por una preciosa plantita. Era una Violeta Africana. Desde el principio, Alma, amante de las plantas, lo anunció: ―«es mía». Manuel David, que amaba jugar chanzas, es más, en buen dominicano, le gustaba «dar cuerda»; empezó a disputar la posesión de la violeta. Entre ―no inventes, ya dije que es mía― de la madre y la «cuerda» de Manuel David, pasó la tarde. La Violeta Africana, por supuesto, creció en casa. Creció y floreció frente a la ventana de la cocina, lugar preferido de Alma. Cuando la veía florecida y reluciente, desde su corazón de madre salía un ―mi hijo está bien―, seguido de una de las innumerables oraciones por los tres pétalos de sus entrañas. Luego, la planta fue el centro de mesa de la sala. En cada viaje a casa, Manuel David preguntaba por «su» planta solo para «joder un poco» porque sabía de antemano la respuesta: ―ta’ loco tú; la tierra e’ pa’ quien la trabaja―. A lo sumo, Manuel David consiguió que su madre le regalara una «hija» de la Violeta Africana. David mantuvo su plantita en cada sitio donde habitó en Amherst hasta que antes de irse a uno de sus largos viajes a Colombia ―en pos de sus investigaciones sobre las comunidades africanas del Pacífico Sur― se la regaló a una pareja de ancianos con quiénes vivía en calidad de bordante, siendo ya candidato al grado de Doctor en Sociología. Sin embargo, la Violeta Africana madre seguía siendo tema de conversación, pasó a ser sinergia, alegoría, un lazo ágape entre madre e hijo.
Hace dos años, en la dolorosa noche del siete de septiembre del dos mil dieciocho, Manuel David partió. La Violeta Africana sigue en casa. Amigos y familiares han solicitado y se les ha obsequiado «hijas» de la madre. Son más que violetas, son violetas del alma.